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La nueva ley de salud mental: recursos y voluntad política

 MIRANDO POR EL RETROVISOR


Por Juan Salazar 

Con frecuencia he planteado que las leyes en el país nunca han sido la panacea para encarar con éxito problemáticas sociales cuya solución se ha quedado históricamente en promesas y buenas intenciones. Bastaría, para comprobarlo, echar un vistazo a la gran cantidad de leyes sectoriales con disposiciones que nunca se han aplicado.

Si quiere dos ejemplos, échele un vistazo a la parte “in fine”, el artículo 46 para ser más específico, de la Ley 352-98 sobre Protección de la Persona Envejeciente, y el artículo 15 de la Ley 64-00 de Medio Ambiente y Recursos Naturales.

Cuando las frustraciones crecen entre los sectores que se aspira a impactar con una legislación, por la falta de resultados positivos, surge la necesidad de una ley nueva o modificar la existente bajo el argumento de que ha quedado obsoleta.

Pasa ahora con el proyecto de ley sometido al Congreso Nacional, vía el Senado de la República, para modificar la Ley 12-06 de Salud Mental.

Precisamente, en su artículo 1 esa legislación expone la necesidad de someter al escrutinio lo realizado en esa área de la salud, cuando plantea que “Se entiende a la salud mental como un bien público a ser promovido y protegido por el Estado a través de políticas públicas, planes de salud mental y medidas de carácter legislativo, administrativo, judicial, educativo y de otra índole que serán revisadas periódicamente”.

No soy opuesto a las revisiones de leyes para actualizarlas y adaptarlas a una sociedad que ha experimentado cambios significativos en las últimas dos décadas, especialmente por el vertiginoso avance tecnológico.

Creo que la parte más luminosa del proyecto de ley, bajo estudio de una comisión en el Congreso, ha sido colocar a la persona como el centro de las nuevas políticas públicas en materia de salud mental y plasmar de una manera más detallada el anhelo de una atención en esa área con enfoque comunitario.

En cuanto al primer aspecto, plantea que las personas con trastornos mentales tienen derecho a recibir atención integral, humanizada, adecuada y de calidad en los servicios de salud mental, tanto públicos como privados, y en todos los niveles de atención. Además, a no ser discriminadas o estigmatizadas por su condición. Tan solo aplicando esta parte se garantizarían los derechos humanos de personas con diversos trastornos mentales.

Respecto a la segunda parte, la “obsoleta” Ley 12-06 lo estipula en su artículo 10, párrafo C, el cual indica que las personas con cualquier alteración mental tienen derecho “a ser atendidas, en la medida de lo posible, en la comunidad en la que vive y cuando el tratamiento se administre en una institución especializada a ser tratadas cerca de su hogar, o del hogar de sus familiares o amigos y regresar a la comunidad lo antes posible”.

El proyecto sometido lo define ahora con mayor precisión al establecer que “La atención de salud mental se basará en un modelo comunitario que fomenta la promoción y prevención de la salud mental, así como la continuidad de cuidados de la salud de las personas, familias y colectividades en cada territorio, con la participación protagónica de la comunidad”.

Otro aspecto loable de la ley propuesta es establecer mecanismos para la desinstitucionalización progresiva de los servicios de salud mental. Esto se complementa con lo anterior, bajo la premisa de que un enfermo mental no debe estar encerrado en un manicomio de por vida. El objetivo siempre debe ser que retorne a la comunidad de la que fue excluido por su condición.

Todos sabemos el elevado gasto de bolsillo en que incurren quienes enfrentan cualquier condición de salud mental sin cobertura médica.

Un punto resaltable es el mandato al Consejo Nacional de la Seguridad Social (CNSS) para que establezca, mediante los mecanismos que correspondan, la inclusión de la atención en salud mental dentro de los planes ofrecidos por las Administradoras de Riesgos de Salud (ARS), públicas, privadas o mixtas. Todos sabemos el elevado gasto de bolsillo en que incurren quienes enfrentan cualquier condición de salud mental sin cobertura médica en consultas, fármacos y terapias. Esa exclusión debe quedar definitivamente en el pasado.

En definitiva, la nueva ley, con algunas novedades, plasma todas las políticas públicas de la 12-06 que no se aplicaron y otras contenidas en el Plan Nacional de Salud Mental (2019-2022), que nunca fue revisado y actualizado, como las viviendas tuteladas, residencias de acogida, hogares de paso, hospitales de día y programas de inserción laboral.

Para garantizar los recursos que permitan su aplicación y la ejecución de los programas contemplados, la ley debería consignar qué porcentaje del presupuesto de salud debería ir a la salud mental.

El otro aspecto que siempre ha faltado para una aplicación efectiva de las leyes es la voluntad política. Muchas veces, con los recursos a la mano, no se alcanzan los resultados esperados. El mejor ejemplo está con la asignación del 4% para la educación. Pese a los recursos disponibles, cada año escolar inicia, se desarrolla y termina con las mismas precariedades.

¿La razón? No se establecen prioridades para la inversión de los recursos captados de los impuestos que pagan los ciudadanos y los obtenidos de préstamos internacionales, que también terminan en las costillas de los contribuyentes, sin verlos retribuidos en obras de interés colectivo.

Se invierten cuantiosos recursos en orquídeas, chacabanas, pitos (silbatos), café molido, viajes al exterior con numerosas comitivas (incluidos empresarios y periodistas) y en la remodelación de despachos de funcionarios, mientras se descuidan áreas esenciales que inciden en el bienestar de los ciudadanos.

Cuando el expresidente Hipólito Mejía, en cuya gestión se impulsó la Ley 87-01 de Seguridad Social, recibió el pasado jueves del Consejo Económico y Social (CES) el informe final del diálogo sobre la crisis en Haití, declaró: “Ojalá no se convierta en letra muerta”.

Igual pienso con la nueva ley de salud mental. Sin los recursos para aplicar esas políticas públicas en el área y la falta de voluntad política tan presente en los poderes del Estado, todo podría quedarse en buenas intenciones y en otra ley digna de enmarcar, pero sin ningún resultado satisfactorio.

En el país ya hemos asimilado como algo normal que la mayoría de nuestras leyes sean “letra muerta” y hasta la propia Constitución de la República, que el escritor y político Joaquín Balaguer calificó como “un pedazo de papel”.

Hay que romper con ese signo en nuestras leyes, si pretendemos hacer lo mismo con el estigma y discriminación hacia los enfermos mentales.



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